domingo, 1 de mayo de 2016

Revolucionarios e ingenieros


Hace muchos años tuve un amigo, profesor de filosofía, que me ayudó a dar los primeros pasos para entender esta disciplina que, amerita mencionarse, hace tiempo tengo descuidada. Parte de su ayuda incluyó ásperos pero fructíferos debates políticos.
Un día, luego de no vernos por cierto tiempo, me encontró en mi casa devanándome los sesos por elaborar una suerte de crítica al marxismo, o bien a lo que yo entendía estaba mal en él (en realidad en su comprensión más vulgar, que era de la que yo estaba más empapado). Al ver que estaba llegando a las mismas conclusiones que Hans Kelsen y Karl Popper (autores que prácticamente había ignorado para este fin y cuyos trabajos sobre el particular por ende desconocía), me acercó un ejemplar de la revista Página/30 en la que un tal Claudio Uriarte había escrito un inteligente artículo para un especial que aquella semana estaba dedicado al concepto de “Revolución”. El escrito tenía más de un punto de contacto con ambas críticas, y en especial con la popperiana. Hace poco tiempo leí por allí que el propio Uriarte se consideró por un tiempo “liberal popperiano” y que luego, según sus allegados, había virado a cierto pensamiento neoconservador, desgraciadamente en una de sus menos recomendables corrientes. Hace poco, sin embargo, pude descubrir que su posición, cualquiera haya terminado siendo, no partía de ningún juicio ingenuo. Su videncia intelectual era lo suficientemente sofisticada como para preludiar la ya incipiente “ilustración oscura”, como lo deja entrever, en un posteo similar al presente, otro viejo artículo de Uriarte en La Caja, similar en calidad y densidad al que yo conocí, y quizá aun mejor.
Vale la pena mencionar el momento de mis reflexiones en aquellos días. Como Kelsen, yo había descubierto que, en el esquema leninista, el Estado revolucionario está mágicamente en manos de una clase no-dominante siendo que la dominante todavía no ha sido abolida ni a perdido su dominio, así como el curioso hecho de que una clase explotada no puede, por definición, tener un modo de producción que le sea propio a menos que deje de ser tal, y sólo dejando de ser tal puede su nuevo modo de producción superar al anterior (cosa que no se da en el proletariado, esto es: que debe dejar de serlo para comenzar el socialismo que supuestamente le sería propio, y no antes). Respecto a Popper, hasta se me ocurrió utilizar la palabra “historicista” para describir a Marx en los mismos términos que usó el vienés (tal vez confusos por cuanto la palabra “historicismo” mejor debería aplicarse a la Escuela Histórica Alemana). Más allá de que, como me dijo alguna vez un profesor conservador católico, el aporte de Popper sobre Marx fue más bien repensar los problemas del pensamiento marxiano y evitar que el leninismo aproveche sus confusiones con ciertas interpretaciones parasitarias del sentido común, en especial la cuestión de la ética revolucionaria del militante en la que se encuentra el mayor valor de la crítica popperiana. Su valor no fue tanto su crítica a la ingeniería social total y su defensa de una ingeniería social parcial que, en realidad, demostraba una ignorancia bastante grande con el método y visión ontogenética de Hegel y Marx, lo que llevaría a Fukuyama a afirmar, un poco exageradamente, que la falta de perspicacia era una costumbre en las críticas popperianas.
El extenso artículo de Uriarte que mi amigo me recomendó leer (“estás escribiendo prácticamente lo mismo, y es una coincidencia porque acaba de salir este domingo”) estaba dedicado, en realidad, más a una tosca y hasta falseada visión marxista-leninista del planteo marxiano. Pero eso no obstaba para resaltar su valor. Mi amigo ya tenía, casi sin saberlo, cierta consciencia de esta diferencia, pero en ese momento no intentó llamarme la atención sobre ésta: yo estaba demasiado enfrascado en mi viraje del corporativismo tradicionalista al individualismo liberal como prestar atención a este punto clave que. Sin embargo, poco tiempo antes de morir, intentó comunicarme cómo el valor de la obra de Marx no mermaba con su creciente visión negativa de los colectivismos estatales del llamado “socialismo real” y de los regímenes totalitarios impuestos por los partidos comunistas para sostenerlos. Él había sido miembro del PC soviético y, como casi todos los que pasaron por él, lo abandonó por su verticalismo esclerosado y por su obediencia automática a las jefaturas de la verdadera sede oficial del club del Comintern: Rusia. Sin embargo no dejó de acompañar a los frentes y movimientos políticos que organizaba o influía esa izquierda “anti-imperialista latinoamericana” (siempre dirigida por los cubanos), hasta que en sus últimos días decidió visitar Cuba, que era una de sus deudas pendientes. Volvió repitiendo, con una tristeza infinita, algo que no voy a poder olvidar: lo mejor que le había pasado en aquel viaje había sido pisar el suelo argentino en Ezeiza.
Hoy día ya mucha agua ha pasado bajo el puente entre mis experiencias y mis ideas. En especial, luego de mi conocimiento de ciertos fenómenos sociales, y la suerte de haber tenido a mano las reflexiones de una pléyade de autores; de Weber y Simmel a Polanyi y Finley, de Spengler y Baudelaire a Bauman y Houellebecq, de Lukács y Rubin a Clarke e Iñigo Carrera, de Brutskus a Roberts, de Aron a Jouvenel, de Berlin a Kołakowski, de Wittfogel a Talmon y Schapiro, de Sartori a Linz y Hermet, de Arendt a Hilb, de Cohen a Minogue, de Nolte ó Furet, Bell ó Berman, de Bloom ó Gottfried, de Mason ó Rendueles, de Heinrich ó Walicki, etc. etc.; no puedo negar que tanto mi apreciación de lo bueno y lo malo de Marx se ha profundizado y agudizado, dejando atrás los anatemas fanáticos y las simplificaciones que requiere el antisovietismo (sovietismo que, probablemente, haya sido responsabilidad del propio Marx, quizá hasta intencional). Pero, sin embargo, incluso con sus omisiones respecto a la barbarie jacobina protobolchevique, pulverizadora a futuro de todo soviet obrero en función del partido único, así como de la finalmente decepcionante y en último término siniestra “experiencia” de la Comuna de París, aquel artículo sigue teniendo un valor muy particular para mí. Creo que, más allá de mis sensibilidades personales, resultará útil para cualquier lector no demasiado dedicado a estos temas, cuanto más no sea para escuchar, de la pluma de una izquierda desilusionada, de esa que admite buscar nuevos faros en la niebla, la denuncia del papel que el marxismo vulgar y de divulgación ha tenido como justificación ideológica y hasta como corolario genético de los partidos totalitarios y como infraestructura de cohesión de sus gobiernos ideológicos de intelectuales y propagandistas profesionales.
Helo aquí, pues, transcrito de la revista, que me regaló este viejo amigo:




Fuente: Revista Página/30, Año 8, Nro. 88, Noviembre 1997

  

ENTRE LA SANGRE Y LA FIESTA
por Claudio Uriarte



            Incluso en la tranquila desilusión de estos últimos años del siglo, la idea de Revolución sigue disfrutando de un prestigio tan invulnerable como demostrablemente inmerecido. Algunos acusan a esta época de cinismo, lo que parece cierto sólo en la medida en que el cinismo representa también conocimiento. Sin embargo, todo ese cinismo –como tolerancia moral o como sabiduría– parece venirse abajo cuando se trata de pensar, evocar o fantasear la Revolución, consumada o perdida. El hecho es paradójico, porque si algo distingue a la historia de este siglo es precisamente la inusual cantidad de revoluciones –de izquierda o de derecha– que contiene, y que terminaron catastróficamente, con la tiranía, el sojuzgamiento, la deportación y la muerte de millones y millones de hombres: la rusa de 1917, la china de 1947 y la indochina de los años ’70 por el lado de la izquierda; las revoluciones fascistas y nazi en Italia y Alemania, en los años 20 y en los 30, por parte de la derecha. Ningún resultado feliz, como puede verse.
            Junto, contra, sobre, bajo o yuxtapuestas a los rostros ensangrentados y las manos sucias de las revoluciones que realmente llegaron a ser, aparecen las imágenes hermosas, puras, heroicas y conmovedoras –y en algunos casos trágicas– de las revoluciones que fracasaron, que agotaron su contenido prematuramente o que fueron aplastadas. Una tradición que arranca en la Comuna de París y que en este siglo continúa con el golpe espartaquista de 1918 en Alemania, la Comuna húngara de 1919 y, más cerca de nosotros, las cruzadas del Che Guevara en Congo y Bolivia, la rebelión estudiantil de mayo de 1968 en Francia (con su efecto reflejo imitativo entre nosotros, al año siguiente, con el Cordobazo) y, contemporáneos pero algo más ambiguos, los movimientos también estudiantiles pero bastante menos ideologizados de los Estados Unidos.
            Las revoluciones que no llegaron a ser conservan el encanto de su edad, que es la de la inocencia: el hecho de que, precisamente por no haber llegado al poder, no necesitaron ensuciarse las manos ni ensangrentarse el rostro en la tarea de ejercerlo. Eso les permite funcionar como coartadas expiatorias de la Idea de Revolución frente a los horrores de las revoluciones realmente existentes, del mismo modo en que la denuncia de Stalin por Trotsky desde la izquierda constituyó una inmensa coartada ideológica para el leninismo, equívoco e irregular edificio fundacional del marxismo soviético. Comparando la inocencia prenatal de las revoluciones abortadas con la horrible madurez de las triunfantes –o incluso los primeros días inocentes de estas últimas con sus desenlaces–, los nostálgicos de la Revolución siempre están dispuestos a aseverar que ésta fue traicionada, congelada o burocratizada por quienes terminaron asumiendo su timón. Sin embargo, y como veremos, el problema de las revoluciones triunfantes no fue que se detuvieran, sino que llevaron a cabo sus propósitos demasiado consecuentemente. Llegaron demasiado lejos.


LA REVOLUCION COMO ATAJO

Una clave indudable del encanto perenne de la idea de Revolución es que promete constituirse en un atajo rápido en la historia, en un salto cualitativo que resolverá de golpe, manu militari, los problemas fundamentales de la sociedad. La Idea de Revolución como praxis política guarda así una relación de parentesco muy estrecha con el marxismo como método de análisis, cuya reducción de todos los problemas humanos a la esfera económico-social también promete una especie de ganzúa intelectual universal para abrir de un solo golpe las puertas de todo el conocimiento. Sin embargo, el homo economicus imaginado por Marx es también una abstracción imposible de verificar: nunca los hombres basaron sus decisiones exclusivamente en sus conveniencias económicas sino también en motivos morales, culturales, religiosos, familiares. Marx diría aquí que estos últimos motivos no son más que una sublimación de las duras determinaciones económico-sociales, pero con esto no haría más que dar otro punto de arranque de una de las paradojas menos observadas de la doctrina que fundó: el hecho de que su imponente aparato teórico constituye en gran parte la suma de unas argumentaciones cada vez más retorcidas para justificar, defender, atenuar o relativizar dos o tres errores iniciales básicos: el homo economicus, por ejemplo, o la teoría del empobrecimiento progresivo del proletariado, o la idea de que este último es el único capaz de consumar la Revolución que llevará a la humanidad del reino de la necesidad al de la libertad.
            Marx promete un atajo intelectual; la Revolución que propone un atajo histórico. Sin embargo, algunos atajos se toman venganza y tienden a convertirse en su opuesto, en rodeos interminables y estériles guerras de posiciones. Un atajo intelectual es una propuesta sumamente atractiva, en especial para los perezosos, los impacientes, los ignorantes, los semicultos y los pseudointelectuales que quieren encontrar una vía rápida para develar el sentido del mundo, sin enterarse ni profundizar previamente en su exquisita complejidad y diversidad: la dialéctica marxista –como dijo alguien– puede hacer que cualquier idiota parezca inteligente. Sin embargo, este atajo se toma su tributo: como parece resolver de golpe y unilateralmente todos los problemas, impide conocerlos seriamente en su realidad y su naturaleza. Más que un método del conocimiento se convierte en un pretexto altisonante para la ignorancia, y tiene ya algo de su involuntaria parodia, el ultraizquierdismo cuya posición extrema le permite nivelar, aplanar y desdeñar todo lo que le es ajeno como más de lo mismo, sin poder ver otra cosa que su propio ideal de perfección.


MISERIA DE LA REVOLUCION

La idea de Revolución procede de manera análoga, pero aquí el costo no es la ignorancia o incompetencia del aspirante a intérprete del mundo sino el sufrimiento y la dislocación de la sociedad y los seres humanos concretos sobre los que se ejerce el proyecto. La Revolución percibe la sociedad dada como fundamentalmente descompuesta y terminal, por lo que descarta de antemano cualquier transacción con las instituciones y entramados existentes y hace tabula rasa con ellos. Así, y sin embargo, se cuela en su proyecto el utopismo, incluso en el caso de quienes, como Lenin o Trotsky, se reivindicaron “socialistas científicos”: una vez liquidado todo, hay que construir algo en su lugar, y ese algo es una utopía para la que no hay mapas. El trabajo con las instituciones y entramados sociales previamente existentes podría haber permitido un cierto sentido de dirección, pero ya vimos que se barrió con ellos de un plumazo, de la misma forma en que el marxismo liquidó todos los problemas extraeconómicos como superchería, superstición o “conciencia falsa”. La Revolución, así, no sólo ignora la sociedad sobre la que está operando, sino que su código genético es una militancia activa y decidida para ignorarla. Si la conociera de veras, si se involucrara en ella, incluso desde la perspectiva del cambio, ya no sería Revolución con mayúsculas sino minúscula reforma; no romanticismo heroico sino prosa grisácea. Y así como el marxismo es la trampa perfecta para los intelectuales apurados, la Revolución es el oficio hecho a medida de los aristócratas desclasados, los hijos de familias venidas a menos, los pequeños burgueses sin éxito, los estudiantes y académicos sin empleo fijo y los lúmpenes, comparsa estable en la composición sociológica de los liderazgos revolucionarios a través de los tiempos y de los países. Aunque no lo sepan, aunque sincera e indignadamente lo nieguen, lo que estos personajes buscan es la vía corta para recuperar un poder que han perdido o al que no podrían llegar de otra forma. La Revolución es un modo de la clase media de escaparse de su malestar en la cultura.


LA REVOLUCION REALMENTE EXISTENTE

Pero aún así las revoluciones ocurren, y probablemente seguirán ocurriendo. Ya que toda sociedad, en su despliegue y desarrollo, tiene puntos de fractura donde las instituciones existentes se vuelven inoperantes. Otro motivo, a menudo subestimado, es la simple torpeza y estupidez de sus clases dirigentes. El genio táctico del revolucionario profesional –Lenin es el ejemplo paradigmático– consiste en apoderarse de la situación y hacerla trabajar para sus propios fines. El verdadero revolucionario profesional –Lenin otra vez– no es realmente un ideólogo sino un oportunista, un pragmático descarado que no vacila en enterrar todas sus teorías y conceptos previos ante la posibilidad de tomar la mínima parcela de poder concreto. Y tampoco duda en sacrificar cualquier principio anteriormente sostenido si está en juego la preservación y ampliación de esa parcela de poder. El verdadero revolucionario es un hombre de la realpolitik más cercano a Maquiavelo y a Hobbes que a Rousseau, Fourier o Saint Simon. Es un hombre del Estado.


LOS ENTRETELONES DE OCTUBRE

La llamada Revolución Rusa de octubre de 1917 contaba, en abril de ese año, con la oposición cerrada de todos los líderes del Partido Bolchevique, educados hasta entonces por Lenin en la idea de la coalición con los partidos burgueses contra la autocracia, y de la imposibilidad de saltar la etapa capitalista democrática entre el feudalismo y el socialismo. Cuando llegó a Rusia, bajo la forma de un caballo de Troya y un presente envenenado del Kaiser alemán a un enemigo que ya estaba perdiendo la guerra, Lenin tuvo que imponer sus nuevas tesis revolucionarias en su Comité Central, conspirando y amenazando con renunciar, es decir: poniendo todo su prestigio, su pasado y su leyenda como argumento de fuerza. Su principal aliado no fue ninguna de las “diez cabezas fuertes” que había imaginado en su libro Qué hacer –un verdadero manual de totalitarismo– como modelo de dirección de su partido revolucionario: fue Trotsky, un atípico menchevique de izquierda.
            Aun en las vísperas mismas de la toma del poder, dos de esas “diez cabezas fuertes” (Zinoviev y Kamenev, que no estaban de acuerdo con el proyecto) no dudaron en denunciar la fecha de la revolución a la prensa burguesa. Cuando se trató de conseguir la aprobación de los Soviets para la aventura, se arguyó un inexistente complot contrarrevolucionario. Y en el momento de la revolución propiamente dicha, el gobierno provisional de Kerensky estaba literalmente desarmado por su propia decisión de continuar la guerra con un ejército en deserción y desbande masivos. A Lenin, para tomar el poder, le bastó en cierto modo sólo la fuerza de una promesa: “Paz (para los soldados), pan (para los obreros industriales) y tierra (para los campesinos)”. Y también esta fórmula de crudo realismo político: “La derrota (en la guerra contra Alemania) es el mal menor”. Con idéntico realismo, había aceptado convertirse en el regalo envenenado del Kaiser a Kerensky, y así también disolvió, cuando estuvo en el poder, los Soviets y los sindicatos, que no le eran necesarios sino más bien obstáculos. Más que una revolución, lo que pasó en Rusia en octubre del ‘17 fue una combinación de insurrección con golpe de Estado, apoyada por los Soviets (una mixtura de sindicato revolucionario sui géneris con parlamento en armas), contra un poder que había perdido toda sustancia militar: así se explica que el movimiento haya prescindido casi completamente de cualquier derramamiento de sangre. Como vemos, la Revolución no nació de ninguna aspiración socialista alentada por la minúscula clase obrera rusa –tomar la gestión de la sociedad en sus manos–, sino de algunos deseos muy burgueses: volver a casa (los soldados), comer regularmente (los trabajadores industriales), ser dueños de su propia tierra (los campesinos).
            Sin embargo, después de este golpe de Estado, Lenin empezó la verdadera Revolución de la que los Soviets y la estupidez de Kerensky le habían proporcionado apenas el punto arquimédico, el dispositivo instrumental. Y esta vez sí: fue violenta, y hubo sangre derramada. La primera etapa consistió en eliminar los focos de resistencia militar, la familia real, las clases poseedoras en bloque y, por fin, la oposición, los Soviets, los sindicatos independientes y las manifestaciones de protesta social. La justificación de este proceder, como en todo sistema historicista, se encontraba en los objetivos últimos, una especie de pedido de crédito ante el juicio de la historia universal.


EXTRAÑA PAREJA I

            El razonamiento de Lenin era más o menos éste: La Revolución Rusa era irregular y débil (ocurría en un país atrasado, contra la predicción y los consejos de Marx), pero debía mantenerse a la espera, como bandera propagandística, de la revolución europea. Naturalmente este modo de ver las cosas sentaba las bases ideológicas del imperativo de perpetuación del régimen a toda costa, cuyas primeras necesidades eran una fuerte policía política y un ejército igualmente fuerte. Con este diagrama de acción Lenin prefiguró a Stalin, aunque más tarde se quejara del estilo de conducción de su discípulo. Porque Stalin se limitó a desplegar los corolarios lógicos de la posición de Lenin: primero suprimió las fracciones dentro del partido, luego deshizo el partido y finalmente se entronizó como autócrata. No fue sólo vocación dictatorial: la Revolución tiende a contener los embriones de la tiranía, en la medida en que su tabula rasa descarta de antemano cualquier restricción o equilibrio de poderes, y así hereda y potencia el autoritarismo del régimen al que derroca. Además, como la esperada revolución europea no se produjo, las justificaciones para una autarquía totalitaria estaban dadas.


EXTRAÑA PAREJA II

            Trotsky, que perdió frente a Stalin la pelea por la sucesión de Lenin, es autor de una teoría muy conveniente para todos, y a primera vista bastante verosímil: la Revolución habría sido traicionada por Stalin, que la habría degenerado en una burocracia tiránica, interesada sólo en su perpetuación y carente de cualquier voluntad de propagar el movimiento comunista mundial o de desplegar una política exterior revolucionaria. Una especie de Termidor, que no llega a abolir las conquistas centrales de la Revolución –la nacionalización, la centralización y la economía dirigida– pero que sí cesa toda actividad política realmente revolucionaria en su programa. Algo de cierto hay en esto: gracias a una política exterior sumamente conservadora y prudente, la Unión Soviética duró más de setenta años, mientras el movedizo y dinámico imperio de mil años de Hitler llegó solamente a doce. También es verdad que Stalin llevó al paroxismo los elementos totalitarios que en la época de Lenin recién se insinuaban. Sin embargo, Trotsky, para desacreditar a Stalin, lo compara con una supuesta “democracia socialista” que nunca existió, y pasa por alto no sólo los pasos fundacionales de Lenin hacia el Estado totalitario sino también sus propios pecados estalinianos, como la fórmula de “comunismo de guerra” (que en la práctica significaba guerra contra los trabajadores), o su aprobación, en un supuesto Estado obrero, de la represión de los marineros del Kronstadt. Y, lo que es aún más grave, elige ignorar que Stalin esencialmente cumplió las consignas internas de la Revolución: colectivización agraria, nacionalización, industrialización, Estado fuerte. Que la dictadura haya sido suya, y no del proletariado, sólo puede reprochárselo alguien lo suficientemente ingenuo para creer que el proletariado puede ejercer una dictadura. Y Trotsky no era ingenuo.


UN VIAJE DE IDA

            Las revoluciones de ideología socialista que siguieron –como los artificiales implantes soviéticos en Europa del Este– reprodujeron a grandes rasgos el modelo madre de construcción y desarrollo: un modelo verdaderamente revolucionario, puesto que se proponía rehacer la sociedad de cabo a rabo. Todos esos experimentos fueron absolutos fracasos. La excusa de que la Revolución Rusa ocurrió en un país atrasado y no en uno industrializado ya no puede sostenerse: primero porque Rusia no era un país tan atrasado, y luego porque setenta años son más que suficientes para desarrollarse si el proyecto elegido es el correcto. Y, por otro lado, está el dato de que cuando el sistema soviético se implantó en sociedades más modernas (Alemania Oriental, Checoslovaquia), el resultado fue el estancamiento. El totalitarismo revolucionario resulta ineficaz en la medida en que el proyecto de la Revolución no se basa en las condiciones, instituciones y modos de vida existentes sino en un diseño utópico, que necesita de una enorme dosis de violencia para imponerse. Su autoritarismo y su sistema de comando, que parecen a primera vista expeditivos y eficientes, sólo lo son a medias, vale decir que no lo son: sirven como viaje de ida (de las ordenes) pero no de vuelta (de las realidades), ya que cohíben la retroalimentación informativa del régimen respecto de las tendencias sociales y económicas dominantes. El Gosplan soviético tenía que fijar millones de precios regularmente, pero sus criterios eran tan irreales que, en los últimos años de la URSS, las únicas cosas que abundaban eran el desabastecimiento y el mercado negro.
            Sintetizando: La Revolución, contra lo que a veces se piensa, se llevó a cabo. Sin duda no constituyó un organismo de poder directo del proletariado, que nunca quiso ni fue capaz de ejercer ningún poder, pero en cambio cumplió desde arriba sus consignas previas de ingeniería social. La observación es válida tanto para la colectivización y la industrialización de Stalin como para los mil devaneos de Mao; para el fetichismo siderúrgico que dominó Europa Oriental en la Guerra Fría como para la sangrienta vuelta al campo en la Camboya de Pol Pot. No es verdad que la Revolución no tuvo ocasiones o posibilidades de probar su valor; en realidad, tuvo demasiadas, a lo largo de setenta años de inestabilidad durante los cuales buena parte del mundo fue sometida a despiadados y estériles experimentos de ingeniería social.


LA REVOLUCION ERA UNA FIESTA

            Contra la sordidez y el desencanto de las revoluciones que triunfaron, la bella alma progresista elige destacar el indudable encanto de las revoluciones que no llegaron al poder, y que por lo tanto no tuvieron oportunidad de corromperse y descascararse. Aquí la tradición es grande, mucho mayor que la de las revoluciones triunfantes. Arranca desde Espartaco, sigue por Babeuf y la Comuna de París y en nuestro siglo cuenta con el golpe espartaquista en Alemania en 1918, la Comuna húngara en 1919, la República española en los años ’30, el Mayo francés de 1968 y los movimientos estudiantiles norteamericanos de la misma época.
            Acontecimientos de esta clase vienen a ocupar, en la teología laica de la Revolución, un lugar equivalente al de los mártires, y también contribuyen a investirla de una dignidad moral aparentemente irrecusable. Indudablemente, por lo demás, se trata de momentos muy lindos, días de asueto universal y de jolgorio donde todo parece posible. Si alguien dijo que la huelga era, por sobre todo, una alegría, la Revolución es un momento orgiástico y una fiesta permanente, de máxima inspiración, comunicación y circulación social, una especie de primavera salvaje, de deshielo de relaciones personales y sociales que parecían petrificadas, y también una aceleración de la conciencia personal y la posibilidad de una nueva y más afinada percepción de las cosas. Una anécdota de la Comuna de París refiere que los insurrectos, sin ningún motivo aparente, disparaban contra los relojes de los edificios, como si quisieran abolir un tiempo –el de la productividad burguesa y los horarios laborales– que los hacía esclavos. Arthur Koestler ha dejado un testimonio muy ilustrativo de uno de esos momentos (la Comuna húngara) en su autobiografía Flecha en el azul:
            “La celebración del 1° de mayo de 1919 fue la apoteosis de la efímera Comuna húngara. Parecía que la ciudad entera se había transformado. Las plazas de Budapest padecen de una sobreabundancia de enormes estatuas de bronce, con personajes famosos que atacan al enemigo sobre caracoleantes caballos, o pronuncian discursos con un brazo alzado, y un rollo de pergamino bajo el otro. El 1° de mayo, todas estas estatuas quedaron ocultas bajo armazones esféricas de madera, cubiertas de paño rojo, donde habían pintado los océanos y los continentes del mundo. Esos globos gigantescos –algunos tenían más de cincuenta pies de alto, porque el héroe de bronce del interior cabalgaba un caballo especialmente voluminoso– producían un efecto fascinante. Parecían globos cautivos, anclados en las plazas, dispuestos a levantar por los aires a la ciudad entera; eran símbolos del nuevo espíritu cosmopolita, y de la decisión del nuevo régimen de ‘levantar al globo de su eje’”.
            Quizá convenga aquí distinguir entre la Revolución como un acto de insubordinación más o menos espontáneo de la población y la Revolución como operación de ingeniería política para tomar el poder sobre la base de esa insubordinación. El relato de Koestler se ajusta a la primera descripción; la Revolución Rusa de octubre –no la de febrero–, a la segunda. La distinción es importante porque algunas de las revoluciones fallidas fracasaron porque no tenían un proyecto de poder, o porque no podían tenerlo, o porque la posesión del poder del Estado no entraba en el perímetro de sus reivindicaciones. La base, el grado cero, la materia prima y el mínimo común denominador de las revoluciones es un ataque de nervios general de la sociedad; su fecundidad o su continuidad en el tiempo son otra cuestión.


MAYO FUGAZ

El paradigma contemporáneo de revolución utópica fallida es el Mayo francés, que por varias semanas puso a París en un estado de crisis prerrevolucionaria para luego disolverse aparentemente en el aire. El enigma de esta disolución repentina ha dejado intrigados y sin respuestas a muchos, incluso a algunos de los protagonistas del movimiento, como Daniel Cohn-Bendit. Y no es un enigma menor: Mayo de 1968 es importante como representación, símbolo, metáfora y licencia poética de los ’60, una década en la que también ocurrieron la Primavera de Praga y su trágico final, las aventuras del Che Guevara en el Congo y Bolivia, los asesinatos de John y Robert Kennedy y de Martin Luther King y el comienzo de la rebelión juvenil contra la guerra de Vietnam en Estados Unidos. Con sus ingeniosas consignas utópicas y libertarias –“Prohibido Prohibir”, “Sea realista, pida lo imposible”, “Debajo de los adoquines está la playa”, etc.–, el Mayo francés parece una síntesis del optimismo contestatario de la época, así como de su grito de guerra generacional.
El enigma de la desaparición de la Revolución de Mayo puede despejarse rápidamente: el movimiento se disolvió tras lograr sus objetivos. Que no eran exactamente los que proclamaban sus poéticas consignas –siempre traicioneras cuando se las toma al pie de la letra–, sino una reforma universitaria, una modernización y liberalización sociales, la terminación de la dictadura de los padres, profesores y adultos y la concesión de un lugar razonable para la generación nacida en la posguerra. Algunos participantes del movimiento quedaron enganchados en la ideología izquierdista que los animaba, y en los años ’70 derivaron en el terrorismo europeo, síntomas de impotencia y de aislamiento social. Otros se volvieron ecologistas, empresarios o periodistas, ocupando el lugar de clase media para el que estaban destinados. Porque el Mayo francés, pese a sus ocasionales apoyos obreros y a la parafernalia de sus consignas ultraizquierdistas, fue esencialmente un movimiento de la clase media: la verdadera clase baja estaba más bien dentro de los uniformes de policía contra los que se enfrentaban los estudiantes.
La Revolución no figura hoy en la agenda de ninguna persona seria, hecho al que contribuyó la desaparición progresiva de las dictaduras contra las que parecía el único recurso. Pero el sufrimiento y los fracasos que depararon las revoluciones de este siglo, como corroborando la observación de Hegel sobre la “astucia de la razón”, tampoco parecen haber sido en vano: algo hemos aprendido, algo se ha avanzado. La idea de Revolución, sin embargo, sobrevive aún como nostalgia, y también como cifra ideológica de un pasado presuntamente apasionado, comprometido y heroico. Aunque hoy llegue hasta nosotros con los signos del Gulag y de Auschwitz. Es decir, de la barbarie.